miércoles, 24 de diciembre de 2008

Mientras mi madre se pasaba cambiando de lugar todos los objetos de casa; casi accidentalmente, pude observar una antigua foto de mi padre colgada en la pared. Pude verla allí por poquísimo tiempo debido a que a mi también me cambiaron de lugar cuando las nubes de polvo se expandieron en la habitación, pero eso no me impidió recordar a mi padre. Él no está con nosotros desde hace mucho tiempo. Lo último que recuerdo de mi padre es una lágrima cayendo en sus mejillas, y sé que lo último que él quisiera es verme llorar. No por que me lo escriba en las cartas que me lee mi madre, sino por que ellas invocan a sus efusivos abrazos. Y, sin embargo, no puedo evitar llorar cuando pienso en él, por que ya no está aquí, por que sus cartas no son sus caricias ni sus gestos, por que sus fotos no son él, por que su ausencia me entristece.

Todavía recuerdo esa tarde. Mi padre me dijo muchas cosas, pero yo nunca le entendí: que se iba por el bienestar de la familia, para asegurar nuestra felicidad, pero desde que se fue ni él ni nosotros somos felices, y ya nada podrá reparar todos esos momentos sin él. Me prometió volver pronto, que iba a extrañarme, aseguró que me amaba con lágrimas empañando su rostro y una mirada afligida pero iluminada; y ya no tengo ni sus despedidas. La última vez que nos vimos, me abrazó fuertemente, y en el lugar se oían muchas voces, mucho llanto, parlantes llamando a personas para que aborden aviones... la última vez que mi madre lloró fue cuando le robaron su bolso; yo, en ese momento, sentí que me robaban a mi padre. Espero que un día de estos cuando abra el sobre de sus cartas, cuando abra la caja de uno de sus regalos, sea él quien se encuentre dentro.

Tal vez lloro sólo por que no soy hombre, o estoy dejando de serlo. El padre de Estéfano, quien solía venir a jugar a casa todas las tardes, le decía: “Los hombres no lloran”. Pero, si él viviese lejos de su hijo, seguramente comprobaría que los hombres no existen, que todas las personas lloran. Mi padre también llora; y mi madre y yo, cuando pensamos en él, también. A veces lo hacemos por el teléfono, todos juntos, y llorar alivia nuestras tensiones. Lloramos, pero sabemos que luego podremos reír; pero cuando no expresamos lo que sentimos, todo momento es triste, con llanto o sin él. El llanto es tan importante como la risa, tan importante como los abrazos de mi padre.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Cada vez que un sonido se desprendía por toda la casa, mi abuela me depositaba en un recipiente e iba en busca de la puerta. Casi siempre volvía acompañada, y mientras ella exploraba a sus amistades, yo exploraba los juguetes que ellas traían. Quienes no traían juguetes; traían preguntas, muchas preguntas. La más frecuente era, ¿Cómo se llama el pequeño?; Bambino, respondía mi abuela. La única vez que me lo preguntaron a mi, recuerdo, respondí con una sonrisa; no pude ser más sincero. Con esto, algunas veces, los interrogatorios policiales terminaban y, en lugar de preguntas, me ofrecían abundantes besos y abrazos.

Era una imagen muy triste la de los turistas de mi infancia desvaneciéndose por el pasillo rumbo a la misma puerta por la que ingresaban: se iban de casa, en búsqueda de las sonrisas de otros niños. La puerta se cerraba, pero yo sabía que la luz estaba viva, allá afuera. Muchos de ellos sentían necesidad de volver a vernos, y continuaban visitándome. Yo los extrañaba, extrañaba jugar con ellos, respirarlos. Era una sensación hermosa que me permitía olvidar que horas después volvería a estar encerrado dentro de aquel envase de protección, probablemente solo o, en el mejor de los casos, acompañado de las paredes de mí cuarto; pero, poco a poco, la dulzura de los visitantes se fue convirtiendo en una nueva pared para mí.