sábado, 20 de diciembre de 2008

Cada vez que un sonido se desprendía por toda la casa, mi abuela me depositaba en un recipiente e iba en busca de la puerta. Casi siempre volvía acompañada, y mientras ella exploraba a sus amistades, yo exploraba los juguetes que ellas traían. Quienes no traían juguetes; traían preguntas, muchas preguntas. La más frecuente era, ¿Cómo se llama el pequeño?; Bambino, respondía mi abuela. La única vez que me lo preguntaron a mi, recuerdo, respondí con una sonrisa; no pude ser más sincero. Con esto, algunas veces, los interrogatorios policiales terminaban y, en lugar de preguntas, me ofrecían abundantes besos y abrazos.

Era una imagen muy triste la de los turistas de mi infancia desvaneciéndose por el pasillo rumbo a la misma puerta por la que ingresaban: se iban de casa, en búsqueda de las sonrisas de otros niños. La puerta se cerraba, pero yo sabía que la luz estaba viva, allá afuera. Muchos de ellos sentían necesidad de volver a vernos, y continuaban visitándome. Yo los extrañaba, extrañaba jugar con ellos, respirarlos. Era una sensación hermosa que me permitía olvidar que horas después volvería a estar encerrado dentro de aquel envase de protección, probablemente solo o, en el mejor de los casos, acompañado de las paredes de mí cuarto; pero, poco a poco, la dulzura de los visitantes se fue convirtiendo en una nueva pared para mí.

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